El director Rodolfo Ledo no hizo demasiado esfuerzo para perfilar esta incomprensible producción nacional: apostó al entretenimiento fácil sin siquiera tenerle miedo al ridículo. Y el resultado no puede ser peor. Por momentos cuesta creer lo que se ve en la pantalla: una historia inconsistente, narrada a las apuradas y hasta con desgano, con publicidades encubiertas imposibles de admitir en el cine e, incluso, con chistes tan poco elaborados que ni siquiera divierten a los más chicos.
Está claro que la franquicia inaugurada en 1987 con “Los bañeros más locos del mundo” está casi muerta, y que esta suerte de regreso improvisado es sólo un intento frustrado de resucitar algo del éxito que consiguió aquella primera propuesta.
Esta vez la historia se centra en cuatro empleados de un restaurante que son convocados por el encargado de un balneario, cuya propietaria lo amenaza con despedirlo si no logra atraer a los turistas. Los amigos aceptan el encargo, aunque ni siquiera saben nadar. Mientras tanto, un poderoso empresario intenta apoderarse del lugar. Si bien las películas de esta saga nunca descollaron por sus guiones, algunas de ellas (sobre todo la primera) pudieron cumplir con su cometido de divertir a la platea.
Pero esta última producción ni siquiera consigue eso. No sólo porque apela a un humor absurdo, sino porque plantea una estética propia de “ShowMatch” o “Peligro sin codificar”.
En consecuencia, los actores deambulan como si estuvieran en un estudio de TV: hacen gestos forzados, gritan hasta la demencia y exhiben todos los vicios de la mala televisión.
Mariano Iúdica, en el colmo del delirio, pasea sin vergüenza sus limitaciones como una suerte de galán devaluado. Y Fátima Florez sólo se dedica a imitar -no se sabe bien por qué- a Moria Casán o a Susana Giménez, mientras Karina Jelinek y Luciana Salazar pasean sus atributos sin abrir demasiado la boca. Tal vez por eso los animales del acuario son, sin lugar a dudas, lo mejor del filme.